La reflexión de este mes nos invita a reflexionar sobre aquellos momentos en que nuestra fe, nuestra oración y nuestra tarea pastoral pueden llegar a caer en la rutina; nos invita, en definitiva, a recordar que Jesús viene a hacer nuevas todas las cosas.
Luego le dijeron: «Los discípulos de Juan ayunan frecuentemente y hacen oración, lo mismo que los discípulos de los fariseos; en cambio, los tuyos comen y beben». Jesús les contestó: «¿Ustedes pretenden hacer ayunar a los amigos del esposo mientras él está con ellos? Llegará el momento en que el esposo les será quitado; entonces tendrán que ayunar». Les hizo además esta comparación: «Nadie corta un pedazo de un vestido nuevo para remendar uno viejo, porque se romperá el nuevo, y el pedazo sacado a este no quedará bien en el vestido viejo. Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque hará reventar los odres; entonces el vino se derramará y los odres ya no servirán más. ¡A vino nuevo, odres nuevos! Nadie, después de haber gustado el vino viejo, quiere vino nuevo, porque dice: El añejo es mejor» (Lc 5,33-39).
Este texto litúrgico nos muestra a Jesús en medio de su quehacer pastoral, tras los primeros llamados, el comienzo del anuncio del Evangelio, la novedad de las sanaciones y otras obras milagrosas.
Muchos se acercan al Maestro. Algunos “dejan todo para seguirlo”, mientras que otros solo lo hacen para espiarlo, sembrar intrigas, crear divisiones o competencias sin sentido. Frente a la novedad de las enseñanzas del Señor y al modo en que se comportan quienes van detrás suyo, los fariseos y los letrados pugnan por reivindicar el “cumplimiento de la ley”, el “deber ser”, valorando más las formas exteriores y los rituales que lo que da vida a la ley, es decir, su espíritu.
Es importante reconocer el valor que el ayuno tiene en nuestra vida espiritual, en orden a la entrega silenciosa de algo que nos hace bien o nos gusta, como “sacrificio”, esfuerzo, ofrecimiento agradable a Dios. Pero esa entrega solo es valiosa valioso en tanto vaya acompañada de una actitud de cambio, de conversión y siempre que se haga con y por amor a Dios y a los hermanos (Sal 51, 18-19). Jesús no desmerece el ayuno pero pone mucho mayor énfasis en el “encuentro” con los hermanos, en la fiesta de la fraternidad, en el compartir del pan y el vino. Por eso compara la situación de sus discípulos con la de los amigos del Esposo, figura que adquiere significación en el marco festivo y alegre de una boda. En ese mismo contexto, también cobra sentido la oración, en tanto constituye un “encuentro con Dios”.
La oración no se “hace” –como insinúan los fariseos en la Palabra–, ya que no se trata de una repetición de fórmulas. Tampoco es un “trabajo”, sino un diálogo con nuestro Señor. Es el instrumento de un «vínculo» en el cual, en todo caso, hay dos que «hacen», que se buscan, se encuentran, se miran, se escuchan e intercambian.
El pasaje del Evangelio, por tanto, nos revela que, frente a la presencia del Esposo, lo más importante es “estar con él”, sin necesidad de “guardar las formas” o de estar ocupados en los quehaceres secundarios (confr. Lc 10, 41-42). Jesús es el Esposo, siempre presente ante su amada, la Iglesia (Ef 5, 25).
Una hermosa parábola, narrada en Mt. 25, 1-13, también nos coloca frente a la imagen del Esposo. Hay diez jóvenes que esperan su llegada. Ansían el momento de encontrarse con él. Como tarda en llegar, en medio de la espera, se van quedando dormidas. Mientras tanto, el aceite de sus lámparas se va agotando. Algunas, previsoras, llevaron aceite de repuesto. Las otras, necias, no repararon en ello. Ante la voz que alerta sobre la llegada del Esposo, las necias advierten su olvido y piden aceite a las previsoras, pero estas les contestan que la provisión no alcanzará para todas por lo que deben ir comprar a la tienda. Al llegar el Esposo, el encuentro solo se produjo con las que estuvieron alertas, mientras que las otras perdieron su oportunidad.
Podríamos reflexionar en este punto ¿qué cosas, situaciones o actividades nos hacen perder el encuentro con Jesús? El quehacer y la actividad pastoral ¿es una oportunidad de encuentro con el Señor? ¿Mis contactos con Dios son un verdadero “encuentro” o solo son el producto de “cumplir” o del “tener que hacer”? Pensemos en las motivaciones profundas que nos llevan a “ayunar”, a participar de la celebración eucarística (y de los sacramentos en general). ¿Cuántas veces nos encontramos diciendo o pensando “tengo que ir a misa” o “hay que ir a misa”, tengo que hacer tal tarea en la Parroquia, hay que armar tal plan pastoral…? ¿En qué medida “disfruto” y me “alegro” al participar de la fiesta eucarística, de la oración, del servicio en la Iglesia?
La Palabra de hoy nos recuerda que ¡Jesús viene a hacer nuevas todas las cosas! (confr. Ap 21, 35). Trae el Vino nuevo de su Espíritu a nuestros odres avejentados por el cansancio, el desaliento, la desesperanza, la falta de horizontes. Jesús quiere que a su fiesta vayamos ataviados con el mejor vestido (el blanqueado por su propia sangre (Ap 7, 14b) y que brindemos con el mejor vino, ese que en las bodas y banquetes representa la alegría, el bienestar y la felicidad compartida (Jn 2, 10) y que en la última cena (Mc 14, 24) y en cada Eucaristía expresa la Nueva Alianza: el nuevo vínculo de Dios con cada uno de nosotros y con los hombres, sellado con su sangre. Pidamos, con confianza, que hoy podamos entrar en el misterio de esa Alianza, ese vínculo de Amor universal del Señor para con todos. Ese vínculo que no deja a nadie afuera, que no discrimina. Que nos une a él y, a su vez, nos pone en comunión entre nosotros.