La oración de diciembre nos propone reflexionar en torno a la figura de dos ciegos que siguen a Jesús y que, a gritos, le piden que se apiade de ellos. Los invitamos a que en comunidad o individualmente reflexionemos sobre nuestras cegueras, nuestros pedidos a Jesús y si callamos, o no, lo que hemos visto y oido.
Por debajo de la reflexión en línea podrán descargarla en pdf para compartirla en sus comunidades
PROPUESTA DE ORACIÓN A PARTIR DEL EVANGELIO DEL DÍA
Primer viernes de diciembre de 2011
Cuando Jesús se fue, lo siguieron dos ciegos, gritando: «Ten piedad de nosotros, Hijo de David». Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron y él les preguntó: «¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?». Ellos le respondieron: «Sí, Señor». Jesús les tocó los ojos, diciendo: «Que suceda como ustedes han creído». Y se les abrieron sus ojos. Entonces Jesús los conminó: «¡Cuidado! Que nadie lo sepa». Pero ellos, apenas salieron, difundieron su fama por toda aquella región (Mateo 9,27-31).
El evangelio de este primer viernes nos propone reflexionar en torno a la figura de dos ciegos que siguen a Jesús y que, a gritos, le piden que se apiade de ellos. Lo primero que se destaca en estos hombres es que, ante el paso de Jesús, se ponen en marcha, lo siguen, no se quedan en su sitio esperando que se acerque. Podemos preguntarnos ¿Cuál es mi actitud ante la presencia de Jesús (en la Eucaristía y demás sacramentos, en el prójimo necesitado, en la comunidad –Mt18, 20–)? ¿Me acerco? ¿Lo busco? ¿Lo sigo? O, simplemente, me quedo esperando que él se acerque, o lo miro de lejos. Este tiempo de adviento, de espera del que ha de venir, nos invita especialmente a ponernos de pie, a trabajar para preparar el camino del Señor (Lc 3, 3).
Otro rasgo de estos ciegos, que nos interpela, es el modo en que se comunican con Jesús: lo hacen “gritando”. Ellos saben muy bien a quién se dirigen y están convencidos de que el Maestro puede sanarlos. Por tal razón, no dudan en expresarse a viva voz para hacerse oír por encima de las voces de la multitud e, incluso, de quienes pretenden silenciarlos (Mc 10, 48). Frente a esta actitud surge, en primer lugar, el interrogante acerca de cómo nos comunicamos con el Señor ¿Me hago oír o me dejo ganar por la timidez? ¿Soy insistente y constante en mi petición, en mi oración? ¿Acudo a Jesús con confianza, fijando mi mirada más en su amor y en su misericordia que en mi limitación, mi pobreza y mi pecado? En segundo lugar, ante el esfuerzo de los ciegos porque sus voces se destaquen de entre las del contingente, podemos preguntarnos cómo nos expresamos a partir de nuestras convicciones ¿Levantamos nuestra voz, por encima de las voces de la sociedad, para defender los valores del Evangelio y los que recoge la Doctrina Social de la Iglesia (dignidad de la persona, bien común, subsidiariedad, participación, etc.)? En este año de la vida, especialmente ¿de qué modo hicimos explícita nuestra adhesión a la defensa de la vida desde la concepción hasta la muerte natural?
La súplica de los ciegos no se circunscribe a pedir la sanación física, sino que apunta principalmente a la obtención de misericordia, de perdón, de paz interior: “Ten piedad de nosotros”. A lo largo de la historia, muchos hombres y mujeres (monjes del desierto, peregrinos y aún la propia liturgia) hicieron suya esa jaculatoria, dando lugar a lo que se dio en llamar “la oración de Jesús” o “la oración del corazón” (repetida en forma ininterrumpida hasta instalarla en el corazón y expresarla al ritmo de sus latidos). La jaculatoria encierra un enorme potencial espiritual desde que parte del reconocimiento de Jesús como rey al denominarlo “Hijo de David” y ubica al orante en el lugar de súbdito, de creatura, necesitado de misericordia. Hoy, invitados por el texto evangélico, podemos hacer nuestra esta petición y repetirla hasta que experimentemos que baja hasta lo más hondo de nuestro interior, hasta aquellos lugares que están en tinieblas, ciegos y que no pueden recibir la luz de la gracia (Jn 1,5). Pidamos a Jesús que nos sane de esas cegueras interiores que consisten, sobre todo, en no querer ver, en no tener fe suficiente, en encerrarnos en nosotros mismos o en nuestros problemas sin capacidad para percibir las necesidades de nuestro alrededor…
Según el texto evangélico, al llegar a la casa, en la intimidad del hogar, Jesús interroga a los ciegos sobre la dimensión de su fe: “¿Ustedes creen que yo puedo hacer lo que me piden?”. La misma pregunta hoy Jesús nos la hace a cada uno de nosotros en la intimidad de nuestra oración “¿Creés que yo puedo hacer lo que me pedís?” ¿Crees que mi poder es el mismo hoy que el que curó a los ciegos? ¿Creés que puedo sanarte física, psíquica y espiritualmente? ¿Creés que puedo vencer sobre el aparente triunfo del pecado del mundo, sobre el odio entre los hombres, las guerras, la violencia, la inmoralidad, la corrupción, etc.? ¿Puedo responderle como los ciegos “sí, creo”? Si notamos que nuestra fe se ha debilitado o empobrecido no dudemos de clamar al Espíritu Santo para que la reafirme y fortalezca de manera que la duda no tenga ya lugar en nuestro corazón (Mc 11, 22-24).
Finalmente, junto con estos hombres, que lograron “ver” gracias al poder y a la misericordia de Jesús, salgamos también nosotros a proclamar sus maravillas “por toda la región” ya que su amor misericordioso nos abre los ojos del corazón para poder percibir la luz que irradia su Palabra y su presencia eucarística.
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