Siempre queremos lo mejor para nuestros hijos; y para lograrlo hacemos lo que está a nuestro alcance y aún más. En consonancia con esto queremos evitarles, desde pequeños, todo tipo de frustración, engaño o pesar, cayendo, a veces, en la sobreprotección
La oración de este mes nos permite reflexionar, juntos o en comunidad, si estamos dispuestos a pedir que nuestros hijos cumplan la voluntad de Dios, aunque no coincida con la nuestra. ¿Los ayudamos en su búsqueda o tememos que encuentren la respuesta?
Por debajo de la reflexión en línea podrán descargarla en pdf para compartirla en sus comunidades
¿Qué es lo mejor para un hijo?
Marzo de 2012
Evangelio según San Mateo, 20, 20-23
Entonces la madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús, junto con sus hijos, y se postró ante él para pedirle algo. «¿Qué quieres?», le preguntó Jesús. Ella le dijo: «Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda». «No saben lo que piden», respondió Jesús. «¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?». «Podemos», le respondieron. «Está bien, les dijo Jesús, ustedes beberán mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes se los ha destinado mi Padre».
El pasaje nos presenta a una madre, Salomé (esposa de Zebedeo), y sus dos hijos, Santiago y Juan, que se acercan a Jesús. Se trata justamente de dos discípulos que tienen un papel muy destacado entre los primeros seguidores de Jesús y, también luego, en la Iglesia naciente.
Juan es el “discípulo amado” (Jn 21,20), el que recuesta su cabeza sobre el pecho del Maestro en la última cena (Jn 13, 25), el que permanece firme al pie de la cruz cuando los demás huyen (Jn 19, 25); el que recibe a María como su madre (Jn 19, 27); el que alienta y sostiene la vida de las primeras comunidades exhortando a vivir en el amor (1 Jn 3, 11), porque Dios es amor (1 Jn4, 7-8).
Santiago (el mayor) es el primero del grupo apostólico –excluyendo a Judas– que asume el martirio (Hch 12, 2). Lo llamaban “el hermano del Señor” (Gal 1, 19), lo que habla de un fuerte vínculo con Jesús y de un protagonismo relevante en el seno de la comunidad. Junto con Juan y con Pedro tuvo el privilegio de estar con el Maestro en momentos o situaciones muy importantes: presenció la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 21-43), la transfiguración de Jesús (Lc 9) y su agónica oración en el huerto de los Olivos (Mt 26, 37). Seguramente estos hermanos heredaron de su padre y de su madre un carácter enérgico y firme, al punto de que el propio Maestro les puso como sobrenombre Hijos del Trueno (Mc. 3, 17).
Salomé se acerca a pedir lo que cree mejor para sus hijos. Ellos, asimismo, consienten la petición.
¿Qué es lo mejor para un hijo? Para Salomé era la seguridad de un “puesto” cuando Jesús estableciese su reinado (a la derecha, a la izquierda). Hoy podríamos pensar en la seguridad económica, la estabilidad laboral, bienestar, educación, salud, etc…
¿Coincide la voluntad de un padre con la Voluntad del Padre?
Cómo padres, o acompañantes de padres ¿nos animamos a pedir que nuestros hijos cumplan la voluntad de Dios, aunque no coincida con la nuestra?
Podríamos preguntarnos, ¿con qué finalidad Salomé le hizo ese pedido a Jesús? Seguramente fue testigo –junto a los discípulos– de muchos milagros y enseñanzas del Maestro y quería que sus hijos fueran alcanzados por ese poder en caso de necesitarlo en el futuro, en supuestos de pasar por peligros, enfermedad, persecución. Quizás pensaba que le quedarían pocos años de vida para ampararlos como madre y, por eso, quería quedarse “tranquila” pensando que alguien los protegería en su lugar.
Tal como observó Jesús, Salomé no tenía demasiada conciencia de lo que pedía. Si hubiera sospechado lo que implicaba “beber el cáliz de Jesús”, asumir la persecución y el martirio, tal vez habría refrenado su impulso.
Muchas veces como padres queremos ahorrar a nuestros hijos toda ocasión de sufrimiento, enfermedad, prueba, necesidad, sin darnos cuenta de que la frustración, los golpes de la vida, las contrariedades cotidianas e inclusive la persecución, el encontrarse con los propios límites y aceptarlos, van madurando nuestro carácter y nuestro ser personas, nos sacan de tener la mirada puesta en nosotros mismos y nos fortalecen para afrontar nuevas pruebas y dificultades así como para aprovechar las oportunidades y vencer los desafíos.
Frente a la actitud de Salomé nos surge, necesariamente, la comparación con la actitud de María, madre nuestra y madre de Jesús, en el pasaje de las bodas de Caná (Jn 2.1-11). Ante la falta de vino en la fiesta, María le acerca a Jesús, la necesidad de estos amigos para que no se les arruine la celebración de su casamiento. Jesús le responde “¿Qué quieres de mi, mujer? Aún no ha llegado mi hora”. Más la Madre insiste y con su actitud firme hace posible el milagro. En este caso la presencia de María fue tan importante que, sin su intervención, no hubiera existido la transformación del agua en vino. Su gesto “apuró la hora” de Jesús, adelantó el tiempo aun sabiendo -por revelación del ángel y por lo que Dios le había descubierto en su interior a lo largo de los años- que el momento culmen de esa hora, de ese tiempo, sería el martirio y la muerte de su hijo. Como mamá, podría haber omitido actuar, cerrando los ojos a la necesidad de sus familiares, ya que de ese modo el tiempo podría retrasarse un poco. Sin embargo, en profunda comunión con el proyecto salvífico del Padre y atenta a la necesidad del momento, no dudó en “apurar la hora” insistiéndole a Jesús que obrara el milagro.
Podemos pedirle a la Madre que nos enseñe a acompañar a nuestros hijos sin sobreprotegerlos. Que no les impidamos crecer al tratar de ahorrarles dolor y sufrimiento. Por el contrario, oremos para que, como ella, tratemos de descubrir la voluntad de Dios para nuestros chicos y que los orientemos para que ellos mismos la busquen, posibilitando así el desarrollo de los proyectos que el Señor tiene para la vida de cada uno.
Seguramente Salomé, tras la respuesta de Jesús y en base a todos los acontecimientos de los que fue testigo a lo largo del ministerio del Maestro así como, después de su ascensión, durante el transcurso de la formación de las primeras comunidades cristianas, comprendió que “la voluntad de Dios” es “lo mejor” que pudo sucederle a sus hijos, a quienes les fue reservada la gloria de ser pilares de la Iglesia.
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