El Evangelio de este primer viernes de febrero nos presenta dos hermosas parábolas del Reino; en ellas, Jesús, para describirlo utiliza la imagen de la semilla. La reflexión de este mes nos invita a pensar a pensar sobre nuestra responsabilidad – como individuos, como familia y como comunidad- de ser tierra fértil para que esa semilla germine y despierte a la vida.
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Ser tierra fertil
Y decía: «El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha». También decía: «¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra». Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo (Mc 4,26-34).
El Reino de Dios no se manifiesta con signos rimbombantes. Recordemos lo que le ocurrió a Elías mientras esperaba el paso del Señor. Hubo un huracán, un terremoto y cayó un rayo, pero en ninguno de esos fenómenos pudo percibir la presencia divina sino que la descubrió después en “el murmullo de una suave brisa” (1 Re 19, 11-13).
Dios no irrumpe en la historia del hombre en forma estruendosa. Para concretar su plan de salvación dispone la venida de su Hijo quien se encarna en una humilde mujer, nace en el seno de una familia sencilla, en un lugar pobre (Lc 1, 26-38 y 2, 1-21). Su vida permanece oculta durante muchos años y aún cuando comienza su misión pública, previene a los que se le acercan o lo siguen como testigos o beneficiarios de sus milagros para que “no lo digan a nadie” (Mc. 9, 9; Lc 8, 56).
En nuestras propias vidas el Señor se nos revela en pequeños signos: la paz interior, la alegría del encuentro fraterno y comunitario, la sonrisa de quien recibe algún favor nuestro, la certeza de su presencia eucarística, la sensación de bienestar en la oración profunda, la caricia maternal de María cuando nos comunicamos con ella, la luz interior que percibimos al escuchar, leer o reflexionar sobre la Palabra de Dios…
El Reino de Dios no es un evento que ocurrirá en un futuro incierto. No es algo que irrumpirá estrepitosamente con signos y prodigios. El Reino de Dios ya está entre nosotros desde el momento de nuestra conversión y en la medida en que le abrimos las puertas de nuestro corazón. Con mayor precisión deberíamos hablar del “Reinado” de Dios en cada uno, en cada lugar en que nos movemos, en que participamos, en que nos toca construir la sociedad. En el proyecto original de Dios para el hombre, él era el único “Rey”, el único “Señor”, el único “gobernante”. Un rey, un gobernante cuya forma de “gobernar”, no es mediante la “imposición”, “el castigo”, la fuerza, sino a través del amor que se expresa en el humilde gesto del lavatorio de los pies (Jn 13, 12-17) y se lleva al extremo de dar la vida en la cruz (Jn 13, 1).
El pecado y la naturaleza rebelde del hombre pretendieron invertir las cosas. El hombre se rebeló contra su Rey y se convirtió en su propio rey. Quienes ostentan lugares de poder “hacen sentir” su autoridad sobre los demás (Mt 20, 24).
Sin embargo, en cada cristiano, se oculta una semilla del verdadero Reinado del Señor. Del reinado del amor, de la verdad, de la justicia. La semilla del Reino esconde un potencial de vida nueva. Depende de cada uno que esa semilla germine, despierte a la vida, produzca tallo, raíz, hojas y que, convertida en arbusto, tenga la posibilidad de cobijar a muchos, tal como ocurre con la semillita de mostaza (más pequeñita que la de alpiste).
Frente a este misterio podemos preguntarnos, en oración ¿En qué medida el Señor puede “reinar”, “gobernar”, mi vida, mis actos, mis proyectos? ¿Soy consciente de que en mí, desde el bautismo, ha sido sembrada una semilla del Reino? ¿Qué aspectos de mi vida se oponen a que esa semilla germine (tal vez mi falta de fe, mis miedos, mi carácter, mi timidez, mi acomodamiento)?
Pensando en nuestras familias y en las familias de nuestra sociedad, atacadas por tantos males que procuran su destrucción (violencia, desunión, incomprensión, etc.) ¿Qué nos pide el Señor que ofrezcamos para que su reinado se extienda en ellas con sus signos de paz, unidad, diálogo, etc.?
¿Qué aspectos de nuestro servicio eclesial debo pedir al Señor que renueve para que la semilla del Reino, convertida en planta, pueda cobijar cada vez a más hermanos? Tal vez, por asumir responsabilidades importantes, también haya dejado que se instalen en mí algunos vicios vinculados con la forma humana de reinar y gobernar: imposiciones, pretensión de tener siempre la razón o ser dueño de la verdad, necesidad de reconocimiento y sumisión de los demás, etc. Podemos preguntarnos, al respecto ¿Qué rasgos de nuestra personalidad o del modo de llevar adelante mi servicio pueden resultar un anti testimonio más que una señal del Reinado de Dios?
Tal vez este momento de comienzo de año sea la oportunidad apropiada para preguntarme y preguntarle a Dios, en oración, a dónde me necesita trabajando para su Reino y con qué actitud (por ejemplo de mayor amor, mayor servicialidad, más paciencia, etc.).
Pidamos a María, Madre de Dios y Madre nuestra, que nos enseñe a ser humildes y pequeños para, así como ella pudo engendrar y dar a luz al Salvador por obra del Espíritu, nosotros podamos hacer germinar y dejar que se desarrolle la Vida de la Palabra, escondida en las semillas del Reino sembradas en cada uno. Amén.