En este tiempo cuaresmal la reflexión del mes, a partir de la palabra de Dios, nos invita a cotejar nuestra conducta con la de los viñadores de esta parábola. Él nos deja trabajar libremente pero pedirá que rindamos cuentas de nuestro accionar ¿Cuál es nuestra preparación, nuestra actitud, nuestra respuesta?
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Nada es nuestro
Escuchen otra parábola: Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña, la cercó, cavó un lagar y construyó una torre de vigilancia. Después la arrendó a unos viñadores y se fue al extranjero. Cuando llegó el tiempo de la vendimia, envió a sus servidores para percibir los frutos. Pero los viñadores se apoderaron de ellos, y a uno lo golpearon, a otro lo mataron y al tercero lo apedrearon. El propietario volvió a enviar a otros servidores, en mayor número que los primeros, pero los trataron de la misma manera. Finalmente, les envió a su propio hijo, pensando: ‘Respetarán a mi hijo’. Pero, al verlo, los viñadores se dijeron: «Este es el heredero: vamos a matarlo para quedarnos con su herencia». Y apoderándose de él, lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño, ¿qué les parece que hará con aquellos viñadores?». Le respondieron: «Acabará con esos miserables y arrendará la viña a otros, que le entregarán el fruto a su debido tiempo». Jesús agregó: «¿No han leído nunca en las Escrituras: La piedra que los constructores rechazaron ha llegado a ser la piedra angular: esta es la obra del Señor, admirable a nuestros ojos? Por eso les digo que el Reino de Dios les será quitado a ustedes, para ser entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos». Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír estas parábolas, comprendieron que se refería a ellos. Entonces buscaron el modo de detenerlo, pero temían a la multitud, que lo consideraba un profeta (Mt 21, 33-43.45-46).
El evangelio del primer viernes de marzo nos propone esta parábola en la que Dios se presenta como el dueño de un campo en el que invirtió para que su tierra fuera fértil, pudiera ser sembrada. Se ocupó de la seguridad del lugar para que no fuera invadida y la dejó al cuidado y administración de uno viñadores mientras él partió hacia al extranjero. Dios Padre es como este dueño del campo, que nos deja una responsabilidad grande pero, que a su vez, nos mira desde lejos para ver cómo trabajamos en su misión y cómo obtenemos buenos frutos.
Dios Padre nos da la libertad para que nosotros trabajemos en la tierra como queramos, pero sin olvidarnos de que una parte de los frutos son suyos. Pone a nuestra disposición todo lo necesario para la tarea que nos encomienda. Nos da los dones, talentos, virtudes y capacidades para trabajar en su viña.
Llevada esta imagen a nuestras realidades, vemos como Dios nos confía, en primer lugar, la vida, en cuerpo, alma y espíritu (1 Tes 5, 23). Nuestro Señor quiere que desarrollemos una vida fecunda a todo nivel, personal, familiar, comunitario, social. Nos da aptitudes para eso pero también nos regala dones sobrenaturales, gracias y sacramentos que contribuyen a hacer más sólidas nuestras opciones de fe y confieren una fuerza especial ante la debilidad de nuestra naturaleza humana. No es lo mismo estar bautizado que no estarlo. No es lo mismo convivir que estar casados y haber recibido la bendición del Señor.
No es lo mismo caminar la fe en soledad que con una comunidad que me sostenga. No es lo mismo confesar mis pecados ante Dios, sin intermediarios, que recibir la gracia del perdón y la sanidad interior que brinda el sacramento de la reconciliación.
No es lo mismo que la pareja atraviese sola las crisis matrimoniales y familiares a que lo haga contenida por referentes eclesiales, pastores o profesionales que los ayuden a objetivar las situaciones y les proporcionen recursos para encauzar y resolver los conflictos.
Cuando no somos conscientes de los tesoros que Dios nos ha dado para administrar y de las gracias, dones y recursos que ha puesto a nuestra disposición para caminar, solemos pensar que todo eso es nuestro. Nos apropiamos de las cosas, de las personas, de los afectos, de los proyectos. Perdemos la dimensión real de administradores, de trabajadores de la viña. Nos apropiamos también de los frutos. No reconocemos que “nada es nuestro”. Somos desagradecidos. Y a veces nos sucede que si nos equivocamos y fracasamos en el desarrollo de los proyectos le echamos la culpa a Dios, o a los otros y no queremos saber nada de él ni de quienes él pone en nuestro camino para ayudarnos. Lo mismo le ocurre a la sociedad que vive a espaldas de Dios. Usufructúa de las cosas y de los bienes, que considera propios, pero los descuida, no agradece por ellos. Quienes más poseen más quieren poseer y no están dispuestos a desprenderse de nada para que otros tengan al menos algo.
Sin embargo, el dueño del campo una y otra vez busca que recapacitemos. Como en la parábola intenta que los viñadores cambien su actitud, y –mediante distintos interlocutores– se les acerca para convencerlos de que deben rendirle los frutos a él, en lo cotidiano viene a nosotros a invitarnos a la conversión. Al igual que en el relato del evangelio, de muchos solo recibe agresión y rechazo. El Señor nos ama de tal manera que no ha dudado en enviar a su propio hijo para que lo reconozcamos y volvamos a Él. Pero los corazones endurecidos de los hombres demostraron una agresión extrema: no solo le negaron los frutos de la cosecha que le correspondían sino que mataron al heredero para quedarse con el campo. La ambición que anida en el corazón humano es extrema, descontrolada.
Dios Padre, como el dueño del campo, nos tiene infinita paciencia, nos da oportunidades, vuelve de una u otra manera a hacerse presente y salirnos al encuentro para que nos convirtamos y volvamos al centro de nuestra fe, a la presencia de Dios, a su gracia…Nuestro rechazo, a veces, es similar al de los viñadores, nos apropiamos de nuestros dones, de nuestra vida, de nuestros afectos (de nuestras parejas, hijos, proyectos familiares), servicios, trabajos. Los queremos solo para nosotros, para lucirnos, para alimentar nuestra estima, orgullo, ambición. Con rapidez, perdemos de vista que todo lo que nos fue dado le pertenece a Dios.
En este tiempo de cuaresma, el Señor nos invita a recapacitar, a volver a poner en sus manos todo lo que somos y tenemos. A reconocer, humildemente, que nada seríamos ni tendríamos si Él no nos lo hubiese dado generosamente para que lo administremos, según su voluntad. La caridad, el ayuno y la penitencia, junto a una oración sincera y confiada, pueden sernos de mucha utilidad para volver a dar un paso en la entrega a Dios.
La palabra cuaresmal que hoy reflexionamos, nos llama a centrarnos en el amor con que el Padre nos confía su herencia y a no perder de vista las oportunidades de conversión que pone en nuestro camino, hasta el punto de darnos a su propio Hijo sabiendo que perdería su vida a manos de los viñadores asesinos.
Oremos en comunión para que cada vez sean más los que descubran el amor y la misericordia de nuestro Dios.