MATRIMONIO Y FE
La tarea o misión que Dios confía a la familia es, no solo criar sino educar también.
Es bueno ocuparse de la salud y la educación de los hijos, pero no es menor educar, que es: dirigir y desarrollar las facultades morales e intelectuales. Aquello que llamábamos “las buenas costumbres”: respeto, delicadeza, pudor. Estas cosas competen a la familia, se logran en la convivencia y exige esfuerzo constante. Fuerza que solo puede dar el amor. Ese amor que no llega a entenderse bien en nuestra sociedad.
Para Cristo el amor es buscar el bien del otro; el bien que se debe buscar para un niño, para un joven es su normal crecimiento de la facultades morales e intelectuales. Lo opuesto a eso, por no ejercer bien el oficio de educador, es una pubertad que se prolonga indefinidamente. Esto ocurre cuando se ha perdido la autoridad y se toleró un facilismo de vida donde todo lo deben hacer los demás y no hay exigencia en el crecimiento. En esos casos tenemos una paternidad frustrante donde el medio ambiente, los medios de comunicación tomaron un papel preponderante y sin control.
Generalmente nadie se siente responsable de esto. La llamada sobreprotección ha hecho un daño casi irreparable. Es necesario volver a la fuente. Esto no quiere decir que tenemos que hacer lo que hacían nuestros abuelos. Aquello ya pasó, es necesario hacer algo distinto, adecuado a los tiempos que vivimos. Es necesario formar la voluntad y el control de sí mismo, del niño, del joven.
No podemos pretender que por tener cierta edad el joven por sí mismo tomará responsabilidad. Esa formación debe comenzar desde la cuna y no es tarea delegable, ni en personal contratado, ni en los abuelos, ni en la escuela. Es deber de papá y mamá y debe ser ejercido con equilibrio, con constancia y con amor. Esta exigencia, no implica para nada la violencia, debe ser permanente y de un crecimiento en la responsabilidad.
Ciertamente lo fundamental es un testimonio de vida. El ejemplo es educador; para el bien o para el mal; Jesús decía que teníamos que ser “sal y luz” y eso es lo que exige la paternidad. Debemos transmitir nuestras buenas costumbres, y en lo hogares cristianos la fe no debe ser impuesta sino transmitida con el testimonio de nuestra vida.
No es correcto exigir a los hijos lo que nosotros no hacemos. Y en esta tarea, lo que hoy parece casi imposible, sabemos que podemos contar con la ayuda de Dios. Si se nos dio el don maravilloso de ser padres, también se nos da la gracia de educar y orientar. Esta será nuestra mejor manera de amar a los hijos, cuando uno los prepara para vivir como buenas personas y como buenos cristianos en el mundo de hoy.