En esta nota editorial de marzo queremos irnos preparando para la Junta Nacional que nos convocará los días 20, 21 y 22 de abril próximo. Uno de los temas de reflexión e intercambio pastoral que abordaremos será el de la relación de padres e hijos, autoridad y transmisión de valores (2° cauce pastoral del documento de la CEA, “Aportes para la Pastoral Familiar…”).

De allí estos breves comentarios sobre la educación, que nos animen a profundizar y recrear nuestro quehacer pastoral.

Descargar editorial del mes de marzo de 2012

Comencemos por el principio. Educar no es imponer, plasmar algo exterior en el otro, sino es la delicada tarea de ayudarlo a descubrir sus propias potencialidades, lo que tiene en sí mismo de riqueza y de don. O en términos evangélicos, sus “talentos” (Mateo 25, 14-21).

Hoy, como padres, educadores y agentes de pastoral, tenemos la misión de ser firmes y dulces pedagogos de la Vida y el Amor, los dos valores fundantes de la persona humana y de sus relaciones.

Esto, en el claroscuro de un ambiente que muchas veces no favorece la encarnación de estos valores y, más bien, los distorsiona o los separa –que es otra forma de distorsionarlos-. Porque Vida y Amor deben andar juntos por la existencia: la vida que será plena si se encuentra con el amor; el amor que cuida y promueve la vida. Pero para esto debemos, desde las familias y los demás grupos primarios, favorecer una cultura del don, que sabe recibir y valorar la vida y el amor como regalo, como lo gratuito por excelencia, sin empañar la visión con una mirada utilitaria que ve al otro solamente como alguien que me gratifica o defrauda, que  puedo usar y descartar a la manera del mundo del consumo.

Romano Guardini se preguntaba ¿cómo se educa?. Y respondía: primero, con lo que se es; segundo, con lo que se hace; y tercero, con lo que se dice. ¡Qué vigencia tiene para nosotros, aquí y ahora, este orden de prioridades!, en el que no se descarta nada, pero se jerarquizan las cosas a partir del testimonio de cómo vivimos y cómo amamos nosotros, los padres, los maestros, en fin, los educadores.

Tomemos unos pocos ejemplos:

  1. Debemos ejercitarnos en la veracidad, la honestidad, la generosidad en nuestro trato con los demás si queremos “irradiar” esos valores a nuestros hijos. Ellos asimilan como el pan caliente los buenos…y los malos ejemplos.
  2. Nuestros hijos necesitan experimentar la firmeza de los límites y, para ello, reclaman –aún sin saberlo- el ejercicio imprescindible de nuestra autoridad; aunque siempre a partir de un paisaje afectivo y espiritual positivo, luminoso, en el que el SI a la vida y a los amores genuinos tenga primacía.
  3. Es sano y bueno que aprendan a postergar sus gratificaciones como modo de valorar lo que son y lo que tienen. Así irán desarrollando una cultura del esfuerzo que les será muy necesaria para su vida futura.
  4. La libertad, don precioso de Dios y cuyo ejercicio pide gradualidad, será auténtica y no mera apariencia en la medida que aprendan a conectarla con la verdad y la pongan al servicio de aquellos dos valores.
  5. La sexualidad –otro de los valores fundamentales de la persona- no puede quedar reducida a un manual de información o a un planteo meramente higienista de la utilización de la genitalidad, sino que encontrará su lugar exacto para la plenitud humana si se la sitúa en un proyecto genuino de vida y de amor entre varón y mujer.

En estos pocos ejemplos puede visualizarse la necesidad y vigencia de una transmisión concreta y encarnada de los valores, en la que debemos estar seria y gozosamente comprometidos los padres y educadores, a partir del ejemplo y la palabra.

Juan Manuel Ojea Quintana