La vida, el mayor tesoro que Dios nos ha dado, nace indefensa y necesitada. Precisa la mirada, las manos y el pecho de la madre para sentirse segura. Requiere ser cuidada con delicadeza. Reclama un amor singular y atento para no convertirse en una existencia anónima, pérdida en la multitud y expuesta a lo desconocido. Es fragil. Por eso mismo, podemos creer que somos sus dueños absolutos, olvidando que es un regalo entrañable de Dios, que esconde su revelación más maravillosa.