Este mes, la propuesta de oración y reflexión para vivir en comunidad nos trae el ejemplo de María a los pies de la Cruz: por un lado amando a su hijo, aún en el dolor y guardando en el corazón todo lo que no comprendía. También es allí donde nos enseña de qué modo ella encarnó el amor de Dios y lo desarrolló en su relación con Jesús y con la primera comunidad.

María, ejemplo de amor a los hijos y a Dios

Abril de 2012

Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien el amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa (Jn 19, 25-27).

Este texto de la Palabra de Dios, propio del día que conmemoramos, nos revela una vez más –como en Belén, en el Templo de Jerusalén, en Caná (cfr. Lc 2, 4 y 41-50; Jn 2, 1-22) – algo sobre el vínculo que une a Jesús y su mamá, María, aunque, en esta oportunidad, en un marco dramático, de profundo dolor y angustia. Jesús ya ha sido condenado a morir como un malhechor, en cumplimiento de una sentencia injusta, dictada tras un proceso en el que triunfó la mentira, la envidia y el engaño. Clavado en el madero, carga con nuestros pecados y dolores. Su “hora”, tan lejana que parecía en “Caná” (Jn 2, 4), ya ha llegado. La espada que atravesaría el corazón de María (Lc 2, 35), profetizada por Simeón, ya ha comenzado a herirla. Madre e hijo llegan juntos al momento culmen de la  redención. Los apóstoles y amigos de Jesús habían huido. Solo permaneció Juan y algunas discípulas, compañeras de María. A los pies de la cruz, sin embargo, Jesús percibe la presencia maternal y la de una pequeña comunidad que lo acompaña en su paso decisivo. María preside esa comunidad, como más tarde presidirá la comunidad más grande, la Iglesia naciente, que recibirá el Espíritu Santo (Hch 1, 14 y 2, 1-11) y difundirá el Evangelio hasta los confines de la Tierra (Mc 16, 15.20).

María está presente. Firme y de pie aunque el dolor la agobia. Acompaña la entrega de su hijo. No se resiste. No lo hace sentir peor dándole muestras de su angustia y desesperación. No profiere gritos ni se queja. En silencio, se abraza al misterio. Llora, sin escándalo. Esta actitud de la Madre nos interpela: ¿Cómo acompañamos a nuestros hijos en su dolor? La enfermedad, la agonía, la muerte de los hijos son para un padre el peor sufrimiento que pueden soportar. Muchos padres preferirían asumir y padecer, en su lugar, los dolores de sus hijos. María nos enseña a “acompañar”, a estar. No de cualquier manera, sino buscando en la profundidad del interior la voluntad de Dios. María, en su oración, clama a Dios Padre que le revele el por qué de este drama. María se sumerge en el misterio y lo asume, se sumerge en él. Una vez más, pese a no entender, desde lo más hondo de su corazón dice: “Hágase” (Lc 1, 38).

Jesús y María tienen una relación sana y madura. María fue guardando en el corazón todo lo que no comprendía en relación con su hijo (Lc 2, 51). Ahora, veía con mayor claridad  la magnitud de la misión de su hijo. Era cuestión de “amar hasta el fin” (Jn 13, 1 b), “amar hasta que duela” (Madre Teresa de Calcuta). Y, en este momento, sí que dolía.

Jesús, viendo a María y cerca de ella al discípulo amado, se la da por madre. Jesús, se desprende del único y último vínculo humano que aún tenía. Mediante una entrega despojada y generosa “ofrece” a su propia madre. Así les regala una Madre a sus discípulos y discípulas, esto es, a su comunidad, a su Iglesia. Así María expresa para la comunidad discipular, es decir, para nosotros el rostro materno de Dios. Al recibir a Juan, como hijo, nos recibe en él a todos los hijos de Dios, a cada uno de nosotros. Juan, al aceptar a María y albergarla en su casa, la hace Madre de la Iglesia.

En esta entrega de su Madre en el Gólgota, Jesús lleva a la plenitud su enseñanza discipular sobre los vínculos paterno-filiales: “cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre…no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 26). Padres e hijos deben respetarse y amarse mucho (Ex 20, 12), pero el amor al Señor debe ser aún mayor y la fuente de todo otro amor. Porque el mayor amor es el mismo Señor (1 Jn 4, 8) que nos amó primero y ofreció a su propio hijo en sacrificio por nosotros (1 Jn 4, 10).

María, a los pies de la cruz nos enseña de qué modo ella encarnó el amor de Dios y lo desarrolló en su relación con Jesús y con la primera comunidad. Podemos imaginar, aun suponiendo una falta de rigor histórico, que la descripción de las características del amor que hace Pablo en su primera carta a los Corintios se basó en los rasgos que descubrió en los vínculos que unían a María –servidora y constructora de la vida fraterna– con los apóstoles y discípulos de la primera comunidad. Así, el Amor que trasunta María, la Madre del Amor, es paciente, es servicial, no es orgulloso (aunque le sobraran motivos para enorgullecerse  de ser “la Madre”) ni actúa con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita…todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta…”(1 Cor 13, 4-7).

Pidamos a la Madre de Jesús y Madre Nuestra, en este Viernes Santo, que interceda por nosotros, padres e hijos, para que el Señor imprima en cada uno ese amor maduro, entregado y santo que desarrolló con su Hijo y con los discípulos y discípulas de las primeras comunidades cristianas y que esa experiencia nos impulse a trabajar, desde nuestros lugares de servicio y misión, para que entre todos los padres e hijos de nuestra sociedad se desarrollen vinculaciones más sanas, respetuosas y enriquecedoras.

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