El Evangelio del primer viernes de febrero nos muestra, con crudo dramatismo, un episodio en el que el llamado a la conversión es sofocado por el obrar de distintas personas que desprecian la verdad y que se vinculan en una compleja trama signada por el pecado, la instigación, el ejercicio arbitrario del poder, el desprejuicio, la crueldad, la muerte.

Herodes, en efecto, había hecho arrestar y encarcelar a Juan a causa de Herodías, la mujer de su hermano Felipe, con la que se había casado. Porque Juan decía a Herodes: «No te es lícito tener a la mujer de tu hermano». Herodías odiaba a Juan e intentaba matarlo, pero no podía, porque Herodes lo respetaba, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo protegía. Cuando lo oía quedaba perplejo, pero lo escuchaba con gusto. Un día se presentó la ocasión favorable. Herodes festejaba su cumpleaños, ofreciendo un banquete a sus dignatarios, a sus oficiales y a los notables de Galilea. La hija de Herodías salió a bailar, y agradó tanto a Herodes y a sus convidados, que el rey dijo a la joven: «Pídeme lo que quieras y te lo daré». Y le aseguró bajo juramento: «Te daré cualquier cosa que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino». Ella fue a preguntar a su madre: «¿Qué debo pedirle?». «La cabeza de Juan el Bautista», respondió esta. La joven volvió rápidamente a donde estaba el rey y le hizo este pedido: «Quiero que me traigas ahora mismo, sobre una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista». El rey se entristeció mucho, pero a causa de su juramento, y por los convidados, no quiso contrariarla. En seguida mandó a un guardia que trajera la cabeza de Juan. El guardia fue a la cárcel y le cortó la cabeza. Después la trajo sobre una bandeja, la entregó a la joven y esta se la dio a su madre. Cuando los discípulos de Juan lo supieron, fueron a recoger el cadáver y lo sepultaron (Mc 6, 17-29).

El rey Herodes Antipas había sido criado en Roma y, al igual que su padre, Herodes el Grande, no estaba demasiado consustanciado con la fe en el Dios de Israel y con la tradición judía. Sin embargo, respetaba a Juan el Bautista. Evidentemente, la predicación de Juan, respaldada por su testimonio de vida –austeridad, coherencia, valor– y animada por el impulso de la gracia de Dios, había llegado hasta su corazón. Tal vez Herodes hubiese querido adherir al mensaje de Juan pero las presiones derivadas de su entorno, de su posición y de sus compromisos, no se lo permitieron. Aceptar la palabra de Juan, es decir, convertirse para ponerse en gracia de Dios, implicaba admitir errores, renunciar a una relación escandalosa con su cuñada y a sus instigaciones, comprometerse con su función, atender las necesidades de sus gobernados, hacer prevalecer la verdad y la justicia frente a las intrigas y los pseudos pactos de caballeros.

Frente a estas circunstancias podemos pensar, en primer lugar, ¿cómo es nuestro anuncio de la Verdad? ¿Somos, como Juan, coherentes con lo que queremos transmitir? ¿Está nuestra predicación respaldada por una vida austera? ¿Anunciamos el Evangelio íntegramente o lo recortamos para evitar contradicciones, críticas o rechazos?

En segundo lugar, podemos mirar a Herodes, despreocupado de las necesidades que tenía el pueblo que gobernaba; seducido por los excesos del poder, del placer y del poseer e incapaz de dar los pasos necesarios de sinceramiento y de renuncia para cambiar de vida. Herodes no defiende la vida. Prefiere salvar su honor antes que la vida de Juan, a quien consideraba justo. ¿Cuáles de estos rasgos –en menor o en mayor grado– están presentes en mí? ¿Vivo mi trabajo, mi profesión, mi actividad en la Iglesia como un servicio hacia los otros o solo como una forma de realizarme? ¿Cómo desarrollo las vinculaciones –laborales, familiares, pastorales– en las que manejo cierta cuota de poder? ¿Qué capacidad de seducción ejercen sobre mí las tentaciones del placer y del tener?

En el pasaje evangélico Herodías encarna el antivalor, la maquinación,  la crueldad, el desprecio por la verdad, el egocentrismo sin límite. Es generadora de violencia y “usa” a su propia hija (a quien incita a desplegar su seducción y sus encantos) para cumplir sus abominables propósitos.  El mal se regodea en sus acciones perversas.

Las actitudes de Herodías, originadas en la obra del mal y auspiciadas por una sociedad en la que la fe y los valores sufren un notable deterioro, están presentes hoy en el seno de nuestras familias y provocan un inmenso daño en las vinculaciones humanas. Es fundamental, por lo tanto, estar muy alertas para descubrir cuáles son los resquicios por los que penetra esa acción de las tinieblas en nuestros hogares, en nuestros corazones. Nuestra naturaleza débil, tendiente al egoísmo, a la pereza, a la autosatisfacción, suele ser la puerta por la que el mal entra a nuestras vidas. No por nada Jesús, en uno de los momentos más dolorosos de su paso entre nosotros, debió exhortar a sus discípulos “Estén prevenidos y oren para no caer en la tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil” (Mt 26, 41). Es costoso para el hombre sostener sus opciones, ser fiel (a Dios, a una vocación, a sus valores), mantener los compromisos asumidos. Todos experimentamos cómo nos alteran el ánimo a diario las preocupaciones cotidianas (Mt 13, 22) y cuántas energías gastamos en función las cosas que creemos poseer en lugar de administrar y agradecer por ellas (Mt 7, 34).

Podemos, a la luz del texto evangélico, poner a los pies del Señor esos aspectos de nuestra naturaleza por los que se filtra el mal, que nos inclinan hacia la avaricia, hacia la envidia, la violencia, el desprejuicio, el desprecio por la vida del otro. Es clave en este proceso, “estar prevenidos” y “orar” para no caer en la tentación, para no hacernos partícipes o cómplices del mal con nuestras acciones u omisiones

También, motivados por la Palabra, podemos pedirle al Señor que nos haga agentes de la luz de su mensaje en medio del mundo, en los ambientes en los que transcurre nuestra vida, en nuestra tarea pastoral, confiados en el poder de su gracia que desenmascara al mal en sus múltiples formas de obrar.

Qué María, quien por la entrega y fidelidad a la gracia pudo aplastar la cabeza de la serpiente, nos acompañe y nos proteja en nuestra vocación discipular y en nuestra misión evangelizadora