La reflexión de este mes nos invita a reflexionar sobre nuestras cegueras y si las mismas nos permiten seguir y clamar a Jesús
No hay peor ciego…
Cuando Jesús se fue, lo siguieron dos ciegos, gritando: «Ten piedad de nosotros, Hijo de David». Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron y él les preguntó: «¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?». Ellos le respondieron: «Sí, Señor». Jesús les tocó los ojos, diciendo: «Que suceda como ustedes han creído».
Y se les abrieron sus ojos. Entonces Jesús los conminó: «¡Cuidado! Que nadie lo sepa». Pero ellos, apenas salieron, difundieron su fama por toda aquella región (Mt 9,27-31).
El Evangelio de este primer viernes de diciembre, como preparación al tiempo de adviento que se avecina, nos lleva a reflexionar sobre los signos que revelan la acción mesiánica de Jesús y sobre las disposiciones que necesitamos desarrollar para verlos, descubrirlos o provocarlos. Jesús realiza un milagro, una sorprendente curación. Pero esa acción maravillosa fue fruto de la fe, la insistencia, la súplica.
Aparecen en escena dos personas discapacitadas visuales. La ceguera no impide una vida normal pero genera muchas limitaciones y condicionamientos para el que la padece. Para no pocas situaciones cotidianas los ciegos necesitan el auxilio de otro. Hoy muchos países han adoptado diversas medidas para facilitar a los discapacitados su inserción y desarrollo social (señales sonoras, rampas, programas informáticos, etc.); pero en los tiempos de Jesús, la discapacidad era sinónimo de segregación, aislamiento. Es más, en la concepción judía del pecado, la discapacidad (inclusive la visual) era considerada una consecuencia (maldición) del pecado propio o ancestral (confr. Jn 9, 2).
Según el relato evangélico, los ciegos “siguen” a Jesús un buen trecho del camino. Estas personas, con su limitación, hacen el esfuerzo de caminar detrás de Jesús. No importa la distancia, el cansancio, los obstáculos. Caminan, avanzan. Saben quién es el que va adelante y van en pos de él.
Y no solo lo “siguen”, sino que lo hacen gritando: “Ten piedad de nosotros, Hijo de David”. Aún acostumbrados a las “sombras” y al “anonimato”, adoptan una posición activa, aventurada, salen de sí mismos. Reconocen su límite y piden piedad. Pero, a su vez, claman a Jesús mediante un título mesiánico “Hijo de David”, como pocos lo hicieron, según los relatos de la Palabra de Dios.
Frente a estas actitudes, podemos preguntarnos ¿Cuáles son mis cegueras? ¿En qué aspectos de mi vida me siento en sombras? Cuándo sé que Jesús está cerca, en la Eucaristía, en la Palabra, en el encuentro fraterno ¿Voy hacia él? ¿Lo sigo? ¿O me quedo en mi tiniebla, en mi discapacidad, en mis enredos? ¿Soy perseverante en mi camino de fe o me derrumbo ante la primera prueba que aparece, cuando sospecho que no me está escuchando? ¿Cómo pido a Jesús que atienda mi pedido? ¿Clamando, gritando? ¿O lo hago con una oración débil, carente de confianza, o simplemente ni lo hago?
Dice la Palabra que, al llegar a la casa, Jesús les preguntó si creían que era capaz de curarlos y que ellos, sin dudarlo, le dijeron que sí.
¿Cómo está mi fe hoy? ¿Qué cosas o situaciones la han desgastado (particularmente en este año)? ¿Creo que Jesús puede curarme, física e interiormente? ¿Creo que me puede devolver la esperanza que el trajín cotidiano me robó? ¿Creo que es posible construir una sociedad más justa, aunque todo me grite que no? ¿Creo que la familia puede volver a ser la institución base de todas las instituciones sociales más allá de que ya no cuente con la protección de las leyes civiles, de las autoridades?
En oración profunda y sincera, podemos pedirle al Señor que renueve nuestra fe. Que nos dé una fe del tamaño de un granito de mostaza (más chiquito que el de pimienta), pero con una potencia enorme, como para provocar el movimiento de los árboles y montañas (Lc 17, 6). Clamemos a Jesús ¡Aumentá nuestra fe! (Lc 17, 5) Y, una vez que sintamos en el interior que la gracia está actuando, digamos junto con los ciegos: ¡Sí, Señor, creemos!
Como nos recuerda el Papa Francisco, la fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro (Lumen fidei, §1,4).
Pidamos la gracia de que se nos abran los ojos del interior que nos permiten ver la luz de Jesús que llega a este mundo y nos abren a horizontes que nuestros pobres ojos físicos no logran percibir. Esa luz del Reino de Dios entre nosotros, reino de amor y misericordia, que actúa como la levadura en la masa (Lc 13, 21), de manera imperceptible, pero que lo hace con poder y eficacia, transformado corazones y plenificando la vida.
Que en este próximo adviento el Señor renueve nuestra fe para, con la luz de su Espíritu, salir a iluminar a todo el que esté en tinieblas, en las estructuras eclesiales, en las familias, en los trabajos y profesiones. Quedémonos en oración cantando:
Enciende una luz, déjala brillar
La luz de Jesús, que reine en todo lugar
No la puedes esconder, no la puedes callar
Ante tal necesidad, enciende una luz, en la oscuridad.